22/03/14

Querida Lucía: sabés, me encanta meterme en los libros y recordar a los muertos como si fuéramos nosotras en una especie de mini naufragio del que saldremos pero al que, inevitablemente, regresaremos en otro, incluso, como siempre más profundo. Quería contarte estas cosas, por ejemplo La Anunciación de María Negroni. Resulta que me visitó Jesús y de pronto no pude devolverle su libro y se resignó a dejármelo. No sé, creo que los hombres quieren que me muera para nacer directamente ahí dentro. María me contaba (sí, porque me habla a mí cuando la leo) que estuvo a solas con su Vida Privada. Toda una experiencia. Tomaron un té y bueno, de casualidad sobrevivió. Dijo que Humboldt no existe sino porque lo crea ella. La historia de cada vez. Ningún hombre existe a menos que sepamos escribirle un cigarrillo en la boca mientras nos mira.
Ahora estoy sola, sola con vos porque te escribo y deseo con ansias que leas mi carta y te alegres de saberme sumergida quién sabe dónde. Lo cierto es que no sé si vivo en esta época, en este país, si es cierto que Roma existe (María dice que sí). Me gusta escribirte cartas, querida amiga, cartas donde diga todo el tiempo que estoy viva porque sostengo libros como lo único posible para las dos.
Hubo una música, hace poco, una de esas que son como un cumpleaños feliz, lo tan imposible, impensable. Resulta que fui a un concierto donde otra mujer maravillosa cantó canciones exclusivamente para mí. Y yo me emocionaba y después tuve que viajar en escoba hasta mi casa, porque la misma emoción me convirtió en una bruja desesperada.
Y a veces la muerte todavía se ríe de mí y se escapa. Esas cosas que se nos van de las manos pero regresan todo el tiempo con más intensidad.
En esta carta, Lucía, vengo a pedirte una mano para sostener el libro que nos ha regalado ese hombre que tanto adoramos. Y también quiero contarte que algunos todavía me escriben cartas, cartas de amor, cartas amistosas, cartas de preocupación revolucionaria ante mis miedos impronunciables, cuando me paro en la puerta de mi casa a intentar dar pasos hacia delante, con esa inseguridad que se esparce como el 212 de Carolina Herrera que uso. Y, sencillamente, hay hombres que ya no escriben. Quizás, pienso, no lo hacen porque no existen, porque sus manos están amputadas para pronunciarme.
Lo que no se pronuncia, Lucía, ¿sobrevive?
No me contestes las preguntas horrorosas. Mejor hablame del sol en Tucumán, de tu terraza a la que te asomás para sentir lo extraordinario. Hablame de tu gatito cariñoso, de tu amor compulsivo, o de las cachetadas que vamos a pegarnos por ser tan inútiles para absolutamente todo.
Siempre está la candela encendida, la que refleja una estrella que somos. Ya no sé rezar. A lo mejor nunca supe, pero las prendo como si el fuego propagara algún milagro que te alcance.
Porque vos existís, no?
Yo quisiera que a esta pregunta terrible me respondas que sí. Que los libros que leo son nuestros, como el amor que no fecundamos o fecundamos tan mal como para nacernos deformadas. Dos profesionales de la deformidad.
Un hombre hace poco me dijo que soy noble. Y tuve miedo. Quisiera no serlo. Quisiera romperme y que me reconstruyas muñeca asesina, mala, sin esa nobleza que todos ven pero el sol de afuera todo el puto tiempo es más alucinante que yo.
Y qué diremos sobre el sexo, Querida. Que estamos abiertas a lo increíblemente doloroso, siguiendo las instrucciones que nos dicta la destrucción. Abrirnos y ahí dentro el corazón bombeando, irrigando para que chupen, tipo Drácula, la verdadera nostalgia de la felicidad. No es poco.
Lucía, respondé mi cartita de amiga desesperada, de brujita en escoba que va a buscarte para el abrazo, resignado, que nos debemos.


Noelia

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